Y resulta que fue Caperucita quien apuntó al pecho del lobo y apretó el gatillo. Pero como era una niña, todo el mundo le creía. Todos creían a esa inocente y dulce chica.
Nadie sabía que se quedaba en minifalda y top al salir de casa, fuera de la vista de sus padres. Nadie sabía que en sus auriculares sólo sonaban grupos enfadados, gritando e insultando, infundiéndole odio. Nadie tenía constancia de que ella había provocado innumerables incendios en el bosque.
Simplemente dio su versión.
Y todos le creyeron.
Pero nadie miró sus ojos mientras lo contaba.
Lástima que pocas personas sepan leer los ojos.
Ella se dedicó a entrelazar sus dedos, poner voz de niña buena y carita de pena. "Quería comerme".
Y lo cierto es que el lobo sólo se acercó a ella para advertirle. Para decirle que todos aquellos animales que vivían atemorizados por ella se estaban poniendo de acuerdo para pararla en seco.
No más fuego. No más pisotones, ni escupitajos, ni arrancar alas. No más veneno en la comida.
La revolución contra el mal.
Pero que irónica la vida; el único que estaba dispuesto a ayudarla, aquél lobo, acaba muerto con el corazón destrozado.
Porque los más nobles y buenos también se enamoran (inexplicablemente) del ser más cruel, capaz de acabar con él.