De repente la habitación dejó de estar a oscuras. Fue sólo
un segundo, porque tras el halo cegador automáticamente mis ojos se cerraron.
Como ese espasmo de quitar la mano al quemarte, o de sonreír al pensarte.
Cuando empecé a notar la claridad, pese a tener los párpados
cerrados, los fui abriendo lentamente, para ver con qué me sorprendía ese nuevo
mundo que había frente a mi.
De momento, había luz, tras tanto tiempo entre tinieblas.
Fue como si algo hubiese hecho clic y hubiera arrancado el
mundo, y con él, me activase a mi.
Como si alguien que debía de habitar en mi interior girase
la ruleta de mis emociones y la flecha se hubiese parado en <felicidad>.
La luz de aquella celda se reflejaba en mis ojos, aunque no estaba del todo
seguro si era eso, o el brillo que irradiaba: me notaba lleno de vida, de
ganas, de sensaciones.
Tenía, de nuevo, ganas de correr, de saltar, de gritar. De reír
a carcajadas, aunque me mirasen raro en la calle. Tampoco me importaba.
La vergüenza había desaparecido y con ella, el miedo.
-Pero, ¿qué…? – Surgió de entre mis labios.
Ese no era yo. Nunca fui así.
Volvía a notar el bombeo de mi corazón, más enérgico que nunca.
Recuperado de tantas heridas. No notaba el peso de la culpa, de los errores. No
había pensamientos negativos, no me martirizaba la conciencia con un contínuo ‘¿y
sí…?’
Todo estaba en orden.
En mi interior había paz conmigo mismo, había vida.
Después de tanto.
Notaba esperanza. Ilusión. Aún creía en mi, en mis
posibilidades. No sentía temor a mis defectos.
Incluso era posible que alguien pudiera soñar conmigo, pensar
en mi.
Algo que no sabría explicar. Como si dos pensamientos
coincidieran a la vez, aunque sea a 865 kilómetros de distancia, y tú notas que
quieres abrazar esa casualidad.
Era como pasar de 0 a 100 en una milésima.
De estar hundido a comerte el mundo.
Tener el pensamiento de no poder más ni física ni
mentalmente y sentir de pronto tu grada alentándote a luchar, a darlo todo
hasta el final. Bendita sea esa energía que nos transmiten al confiar en
nosotros, que nos hace capaces de marcar el gol de la victoria cuando ya todos
estaban rendidos.
Me sentía capaz de hacer algo con lo que antes ni si quiera
me había atrevido a pensar.
Todos los tonos que teñían mi vida cambiaron del gris al
verde. Había color, opciones.
Existían otros ojos para mirar diferente mis problemas.
Otros enfoques. La alternativa que nunca contemplé.
Hubo una chispa y lo cierto es que aún me pregunto si fue en
la habitación o en mi cabeza.
Fue un efímero instante.
Pero me bastó para verte.
Ahí estabas, tan guapa, sonriéndome, con tus ojos marrones
clavados en los míos y tu mirada adentrándose en mi alma.
Se me paralizó todo al verte.
No podía distinguir si era cierto o una broma, si eras tú o
era ficción, solo sé que fuiste más real que nunca.
Otro clic sonó en mi cabeza, como si me hubieran reseteado.
Parpadee rápido y fuerte varias veces, pero había vuelto la
maldita oscuridad.
Mis miedos, mis nudos en la garganta y los pinchazos en mi
corazón volvían a formar parte de mi.
La impotencia.
Volvía a estar separado de ti, sin poderte tocar.
Todo fue un sueño, una ilusión.
Pero fue efímero, como un chispazo.
Como esa minúscula y rápida chispa que prende y hace arder
todo, sin que nos demos cuenta.
Como ese chispazo que hubo en mi interior al verte.
Y ahí volvía a aparecer un ápice de esperanza.
Esa chispa tan efímera que me hizo soñar contigo, ¿lograría
llegar a ser una llama?
Miles de preguntas se agolpan en mi cabeza, y lo triste es que no tenía ninguna
respuesta para ellas.
Y una vez más… Un clic.
Una chispa.
Una llama.
Un rastro de fuego.
Algo efímero. Rápido e intenso.
¿Y luego qué?
Luego, nada.
Una nueva chispa, efímera.
Pero ya no hay nada por arder.
Ya sólo quedan cenizas.
Y entre ellas, tú y yo.