Nadie la creía. La pequeña -o ya no tan pequeña- estaba cambiada y, por desgracia, a peor. Pero, ¿quién va a contrariarla? Te dice estar bien con esa sonrisa y sus ojos parecen brillar, que aunque no le creas, haces como si lo hicieras.
Ella misma cada día se odiaba más por ello. Por mentir a su gente y ponerle ese empeño. Como si no tuviese ya de por sí bastantes problemas.
Quizá arreglase sus problemas con un poco de ese empeño, pero no lo intentaba.
Sabía que no la creían, pero no podía hacerlo mejor. Su sonrisa ya no lucía sus blancos y perfectos dientes, si no que apenas sus labios se curvaban levemente.
Sus ojos ya no tenían el destello de la niña reluciente, si no que eran las lágrimas a punto de brotar.
No podía más.
Intentaba mantener la compostura el poco tiempo que pasaba junto a alguien, pues al encerrarse en su habitación, su templo, casi sin darse cuenta, sus mejillas ya estaban inundadas de sus saladas lágrimas, como si buscasen su lugar diario. Era un ritual.
Entrar y poner música, que no escucharan sus sollozos, y allí se perdía, Dios sabe pensando en qué.
Sólo que ella sí que lo sabía, y saberlo le mataba poco a poco.